Ideologías contrarias a la Ilustración y la era del nacionalismo.
El Congreso de Viena de 1815, donde los estadistas de las grandes potencias fraguaron un sistema de relaciones internacionales que duraría un siglo, fue un triunfo del conservadurismo burkeano, que ante todo aspiraba a la estabilidad. No obstante, señala Howard, sus artífices «eran tan herederos de la Ilustración como lo habían sido los dirigentes revolucionarios franceses. No creían en el derecho divino de los reyes ni en la autoridad divina de la Iglesia; pero, como la Iglesia y el rey eran instrumentos necesarios en el restablecimiento y el mantenimiento del orden doméstico que la revolución había alterado tan bruscamente, había que reinstaurar y mantener su autoridad en todas partes». Y, más importante aún, «ya no aceptaban la guerra entre países importantes como un elemento ineludible del sistema internacional. Los acontecimientos de los últimos veinticinco años habían demostrado que era demasiado peligrosa».
Las grandes potencias asumieron la responsabilidad de preservar la paz y el orden (que prácticamente equiparaban), y su Concierto de Europa fue un precursor de la Liga de las Naciones, las Naciones Unidas y la Unión Europea. A este Leviatán internacional debemos atribuirle buena parte del mérito de los largos intervalos de paz en la Europa del siglo XIX. […]
Los sentimientos nacionalistas pronto se entremezclaron con casi todos los movimientos políticos. […]
Cabría pensar que los herederos liberales de la Ilustración británica, americana y kantiana se habrían opuesto al cada vez más combativo nacionalismo. Sin embargo, se vieron metidos en un lío, porque no iban a defender los imperios y las monarquías autocráticas. Así, el liberalismo suscribió el nacionalismo disfrazado de «autodeterminación de los pueblos», que desprendía un aroma vagamente democrático. Por desgracia, el tono humanista que emanaba de esa expresión dependía de una sinécdoque fatal.
Los sentimientos nacionalistas pronto se entremezclaron con casi todos los movimientos políticos. […]
Cabría pensar que los herederos liberales de la Ilustración británica, americana y kantiana se habrían opuesto al cada vez más combativo nacionalismo. Sin embargo, se vieron metidos en un lío, porque no iban a defender los imperios y las monarquías autocráticas. Así, el liberalismo suscribió el nacionalismo disfrazado de «autodeterminación de los pueblos», que desprendía un aroma vagamente democrático. Por desgracia, el tono humanista que emanaba de esa expresión dependía de una sinécdoque fatal.
El término «nación» o «pueblo» llegó a identificarse con los hombres, las mujeres y los niños individuales que constituían esa nación y, por tanto, los dirigentes políticos llegaron a representar a la nación. Un gobernante, una bandera, un ejército, un territorio, una lengua, acabaron equiparados cognitivamente con millones de individuos de carne y hueso. La doctrina individual de la autodeterminación de los pueblos fue consagrada por Woodrow Wilson en un discurso de 1916 y se convirtió en la base del orden mundial tras la Primera Guerra Mundial. Una de las personas que vio enseguida la contradicción intrínseca de la «autodeterminación de los pueblos» fue el propio secretario de Estado de Wilson, Robert Lansing, que en su diario anotó lo siguiente:
Lansing se equivocaba en una cosa: el coste no fue de miles de vidas sino de decenas de millones. Uno de los peligros de la «autodeterminación» es que, en realidad, no existe tal cosa como una «nación» en el sentido de grupo étnico y cultural que coincida con un trozo de propiedad inmobiliaria. A diferencia de las características de un paisaje de árboles y montañas, las personas tienen pies. Se desplazan a sitios donde hay más oportunidades y pronto invitan a sus amigos y parientes a que se les unan. Esta mezcla demográfica transforma el paisaje en un fractal, con minorías dentro de minorías dentro de minorías.
La expresión está simplemente cargada de dinamita. Alimentará esperanzas que nunca se podrán hacer realidad. Seguro que al final acabará desprestigiada, considerada el sueño de un idealista que no cayó en la cuenta del peligro hasta que fue demasiado tarde para contener a quienes trataban de implantar el principio. ¡Qué desastre que llegase siquiera a pronunciarse la frase! ¡El sufrimiento que provocará! ¡Pensemos en los sentimientos del autor cuando cuente los muertos derivados de articularla!
Lansing se equivocaba en una cosa: el coste no fue de miles de vidas sino de decenas de millones. Uno de los peligros de la «autodeterminación» es que, en realidad, no existe tal cosa como una «nación» en el sentido de grupo étnico y cultural que coincida con un trozo de propiedad inmobiliaria. A diferencia de las características de un paisaje de árboles y montañas, las personas tienen pies. Se desplazan a sitios donde hay más oportunidades y pronto invitan a sus amigos y parientes a que se les unan. Esta mezcla demográfica transforma el paisaje en un fractal, con minorías dentro de minorías dentro de minorías.
Un gobierno con soberanía sobre un territorio que, según afirma, encarna una «nación» en realidad no encarnará los intereses de muchos de los individuos que viven dentro de ese territorio, al tiempo que tendrá un interés de «propietario» en individuos que viven en otros territorios. Si utopía es un mundo en el que las fronteras políticas coinciden con las fronteras étnicas, los dirigentes estarán tentados de llevar a cabo campañas de limpieza étnica e irredentismo.
Además, en ausencia de democracia liberal y de un compromiso sólido con los derechos humanos, la sinécdoque por la cual un pueblo es equiparado con un gobernante político convertirá cualquier confederación internacional (como la Asamblea General de las Naciones Unidas) en una parodia. Y, así, dictadores de pacotilla son bien recibidos en la familia de las naciones, que les da carta blanca para matar de hambre, encarcelar y asesinar a sus ciudadanos.
Otro episodio del siglo XIX que acabaría con el largo intervalo de paz en Europa fue el militarismo romántico, una doctrina según la cual la propia guerra, al margen de sus objetivos estratégicos, era una actividad saludable. Tanto entre los liberales como entre los conservadores, caló la idea de que la guerra inspiraba cualidades espirituales de heroísmo, abnegación y virilidad, y de que era necesaria como terapia purificadora y vigorizante contra el afeminamiento y el materialismo de la sociedad burguesa. Actualmente, la idea de que podría haber algo intrínsecamente admirable en una actividad ideada para matar personas y destruir cosas parece una rematada locura. Pero en esa época muchos escritores se deshacían en elogios:
Otro episodio del siglo XIX que acabaría con el largo intervalo de paz en Europa fue el militarismo romántico, una doctrina según la cual la propia guerra, al margen de sus objetivos estratégicos, era una actividad saludable. Tanto entre los liberales como entre los conservadores, caló la idea de que la guerra inspiraba cualidades espirituales de heroísmo, abnegación y virilidad, y de que era necesaria como terapia purificadora y vigorizante contra el afeminamiento y el materialismo de la sociedad burguesa. Actualmente, la idea de que podría haber algo intrínsecamente admirable en una actividad ideada para matar personas y destruir cosas parece una rematada locura. Pero en esa época muchos escritores se deshacían en elogios:
La guerra casi siempre amplía la mente de un pueblo y eleva su carácter.(ALEXIS DE TOCQUEVILLE).
La guerra es la vida misma […]. Para que el mundo viva, hemos de comer y ser comidos. Sólo han prosperado las naciones guerreras: una nación muere en cuanto se desarma. (ÉMILE ZOLA).
La grandeza de la guerra reside en la aniquilación total de los hombres insignificantes en la gran noción del estado, y hace florecer la plena magnificencia del sacrificio de unos compatriotas por otros […] el amor, la amistad y la fuerza de ese sentimiento mutuo. (HEINRICH VON TREITSCHKE).
Cuando digo que la guerra es el fundamento de todas las artes, quiero decir que también es el fundamento de todas las facultades y las virtudes elevadas del hombre. (JOHN RUSKIN).
Las guerras son terribles pero necesarias, pues salvan al estado del estancamiento y la petrificación social. (GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL).
La guerra es un purgante y una liberación. (THOMAS MANN).
La guerra es necesaria para el progreso humano. (IGOR STRAVTNSKY).
(Fuente: Los ángeles que llevamos dentro.
El declive de la violencia y sus implicaciones. Steven Pinker).
El declive de la violencia y sus implicaciones. Steven Pinker).
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