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4 ene 2019

En la trampa de las ideologías...


El término “ideología” es bastante reciente. Y lo es porque las ideologías constituyen modelos culturales típicamente modernos, desconocidos en el pasado. Los modelos del pasado fueron de carácter religioso, y se imponían como credos colectivos porque, de una u otra manera, se los consideraba revelaciones sobrenaturales hechas a los hombres, ya por los dioses, como era el caso de las mitologías politeístas, ya por un único Dios, como sucedía con las religiones monoteístas, por ejemplo, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.

Ahora bien, las ideologías no se sustentan en revelaciones divinas. Son creaciones filosóficas, y por lo tanto humanas. Pero creaciones filosóficas abortadas, porque constituyen sistemas cerrados, de los que ha quedado completamente excluido el pensamiento.

¿Cómo puede ocurrir tan extraño fenómeno: filosofías que suprimen su propia razón de ser, que es precisamente pensar? Ocurre cuando un sistema de ideas se petrifica a sí mismo, transformándose en una estructura inalterable, y se encarna después en algún movimiento u organización regida por su misma óptica, o en un régimen político que la impone por la fuerza a todos quienes se encuentran sometidos a su imperio, como una visión monolítica del ser humano, de la sociedad, y en último término de toda la realidad.

Antes de la era moderna hubo corrientes colectivas de pensamiento que agrupaban a sus adeptos en diversos tipos de asociaciones. La antigüedad griega conoció a los pitagóricos, los eleatas, los epicúreos, los estoicos, los platónicos, los aristotélicos, los neoplatónicos, etc... Pero el sello distintivo de todas esas agrupaciones era una amplia apertura al pensamiento, que acogía todas las contribuciones individuales y que aceptaba incluso que cualquiera de sus miembros pudiera escoger una corriente distinta, o elaborar sus propias teorías.

Pero en el siglo XVIII entró en escena una nueva forma de “hacer filosofía”, no imaginada por nadie hasta entonces, porque implicaba la abolición misma de la reflexión filosófica. Esa nueva forma logró reclutar un activo núcleo de adeptos entre los intelectuales de la época, no porque ofreciera nuevas perspectivas a la filosofía (en realidad, no ofrecía ninguna), sino porque albergaba un excitante designio de poder: constituirse en un sistema político, facultado para remodelar “desde arriba” y por completo la sociedad. Se trataba de un fenómeno inédito en la historia: el totalitarismo ideológico.

Esa irrupción se debió, por supuesto, a un filósofo: Jean Jacques Rousseau, oriundo de Ginebra, Suiza (1712). La obra capital de Rousseau, el Contrato Social, marcó el nacimiento de las ideologías políticas, que debutaron con el Régimen del Terror instaurado por Robespierre en la Revolución Francesa, y cuyas peores ramificaciones —el fascismo de Mussolini, el nazismo de Hitler, el marxismo-leninismo y la Revolución Cultural de Mao tse Tung— hicieron eclosión en el siglo XX, para desgracia de millones de seres humanos.

Sería demasiado largo revisar aquí por completo la propuesta de Rousseau plasmada en el Contrato Social. Lo esencial es señalar que la propuesta rousseauniana introdujo un principio “filosófico” que se ha constituido en la matriz intelectual de todas las ideologías posteriores.

Dicho principio consiste en afirmar que los seres humanos están incapacitados para descubrir por sí mismos lo que requieren para vivir mejor, como individuos y en sociedad, y que ese conocimiento sólo les puede ser proporcionado por “alguien” que, siendo humano, está situado absolutamente por encima de todos sus congéneres y es el único que posee las verdaderas “claves” de la realidad y de la vida. Ese personaje excepcional, inventado de punta a cabo por Rousseau, fue bautizado por él mismo con los ampulosos nombres de “Guía” y “Legislador”.

El modo en que Rousseau llega a sus extrañas conclusiones constituye un caso asombroso de malabarismo mental y verbal. Parte diciendo que todos los seres humanos nacen en un estado natural de “inocencia”, y que ese estado incluye un impulso igualmente natural hacia la felicidad. Pero acto seguido afirma que el deseo de ser feliz está bloqueado por una total impotencia del individuo, es decir, que nadie puede cumplirlo por sí mismo, porque, de partida, nadie puede ni siquiera esclarecer por cuenta propia en qué consiste la felicidad. La única manera de descifrarla y de alcanzarla es hacerlo “en sociedad”. Pero la sociedad es otro impedimento, esta vez un impedimento “de hecho”, pues el efecto invariable de las sociedades humanas ha sido “corromper” la inocencia natural, sometiéndola a todo tipo de normas, dependencias y obligaciones que establecen como ley implícita la pugna entre los individuos que las componen. Y esa pugna es para Rousseau un dinamismo nefasto, que los desnaturaliza a todos y les hace imposible ser felices.

¿Cómo resolver entonces este dilema, aparentemente insoluble?

Rousseau articula para ello dos conceptos nucleares de su Contrato Social: el de la “voluntad general” y el del Guía o Legislador.

La voluntad general es lo que todos quieren: ser felices. Pero ningún individuo puede saber en qué consiste esa “voluntad colectiva”, en qué consiste la felicidad. Todos están igualmente incapacitados para conocerla.

“Los individuos no ven el bien que rechazan; las sociedades quieren un bien que no se ve”, argumenta Rousseau.

Sin embargo, no todo está perdido para el filósofo ginebrino. Como por arte de magia, saca de su baraja filosófica una carta de triunfo, un segundo concepto que presenta como “solución áurea” del dilema que él mismo se ha fabricado:

“Todos tienen necesidad de guías. Es preciso obligar a unos a conformar sus voluntades a su razón, y a otros a conocer lo que quieren”.

(Nótese esta frase: “es preciso obligar”, pues en ella está el germen de todos los totalitarismos políticos).

¿Quiénes son estos “guías” que todos necesitan para escapar de la trampa social? 


Como ya se señaló, son igualmente seres humanos, pero al mismo tiempo algo así como superhombres de la sociedad, los únicos dotados de la clarividencia requerida para conocer la voluntad general e instaurar las condiciones que permitan su cumplimiento en la vida real. Rousseau no se toma siquiera la molestia de explicar de dónde salen esos “iluminados”, ni cómo adquieren tan altas facultades, tal lucidez sobrehumana respecto de la voluntad general, pero traza de ellos una descripción ciertamente grandiosa:

“Aquel que ose tomar a su cargo instituir a un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo solitario, en parte de un todo más grande, del cual ese individuo reciba su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla. Es preciso, en una palabra, que el conductor de un pueblo borre de cada hombre sus fuerzas propias, para darle otras que le sean extrañas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. En la medida en que esas fuerzas naturales mueran y se aniquilen, las adquiridas serán más grandes y duraderas, y la sociedad será también más sólida y perfecta.”

“El Legislador es, desde todo punto de vista, un hombre excepcional en el Estado. Si debe serlo por su genio, no lo es menos por su función. Esa función no es de magistratura ni de soberanía; es una función superior, que constituye a la república y que no entra en su constitución.”

Este es el manifiesto fundacional del totalitarismo ideológico, origen de todas las ideologías políticas que hemos conocido hasta ahora. Los individuos no saben y no pueden saber nada de lo que necesitan para ser felices. Ese conocimiento está reservado exclusivamente a los Guías, los únicos capaces de dirigir tanto sus vidas personales como la marcha de la sociedad. De nada sirve entonces pensar, sentir ni actuar por sí mismo: la vida entera debe someterse a la “infalible” conducción de esos demiurgos de la humanidad, facultados incluso para “cambiar la naturaleza humana” y para obligar a todos los demás hombres a someterse a sus designios.

Cambiar la naturaleza humana. Borrar de cada individuo sus fuerzas propias, e implantarle otras que le sean extrañas. He aquí el programa urdido por Rousseau para “redimir” a la humanidad. Una convocatoria a toda clase de paranoicos ávidos de poder, para que se hagan cargo de modelar de punta a cabo al “hombre y a la sociedad del futuro”. Una convocatoria que dio espeluznantes frutos, sobre todo en el siglo XX.

Detrás del retrato rousseauniano del Guía social vemos asomar las fatídicas figuras de Robespierre, el “alma negra” de la Revolución Francesa, de Mussolini, Hitler, Lenin, Stalin, Mao tse Tung, Pol Pot, Kim il Sung, y todos los otros dictadores totalitarios que tantas víctimas cosecharon en enormes conglomerados humanos. Y más allá de esas figuras protagónicas del totalitarismo se alinea la comparsa de partidos políticos que los respaldaron y que también se arrogaron la función mesiánica de constituirse en “guías infalibles” de la sociedad y de las vidas personales.

El filósofo chileno Juan Antonio Widow, en su libro El hombre, animal político, entrega los siguientes alcances sobre este personaje instituido por Rousseau en su Contrato Social:

“En la historia posterior, la figura del Legislador ha tenido encarnaciones individuales. Sin embargo, la forma que adoptó en el siglo XIX, y sobre todo en el siglo XX, es colectiva, es la del partido, sin perjuicio de que de éste pueda siempre surgir su encarnación individual.”

“El partido es una colectividad cerrada que integra a todos los iniciados en su ideología, que es considerada el criterio infalible para conocer todos los secretos de la verdadera voluntad del pueblo. El partido es siempre, por esta razón, el representante del pueblo, de sus aspiraciones y de su voluntad. Sólo el partido sabe lo que el pueblo quiere, y tiene la fuerza para guiarlo.”

“Lo importante es ver que, con Rousseau, se ideologiza definitivamente la democracia. La democracia es la nueva sociedad, la del hombre nuevo, convertido interiormente a la voluntad del pueblo y reverente seguidor de su único y fiel intérprete: el partido.”

“En el Contrato Social queda consagrada la ideología como causa única y omnipotente de la libertad y felicidad humanas.”

* * * * *

Ciertos analistas de nuestro tiempo estiman que las ideologías tuvieron ya “su cuarto de hora” en el siglo XX, y que es prácticamente imposible que reaparezcan en el futuro, dada la consolidación definitiva de la “libertad” en el escenario mundial contemporáneo. En cuanto a la persistencia de regímenes políticos totalitarios como los de China, Corea del Norte, Cuba, Viet Nam, etc..., estiman que son los últimos vestigios de un proceso en extinción, y que tarde o temprano serán disueltos, o al menos modificados por la expansión incontenible del libre mercado. que según ellos es un dinamismo que opera en sentido contrario a los modelos colectivistas, favoreciendo poderosamente las opciones de la individualidad (?).

No comparto ese optimismo, que a mi juicio desconoce el “núcleo duro” del fenómeno ideológico. Las ideologías no son más que instrumentos de poder, usados por algunos individuos con el propósito de ejercer un dominio total sobre las vidas humanas.

Y la manera más eficaz de lograr ese dominio es uniformar las conciencias, implantándoles el sistema monolítico de creencias promulgado por esos mismos individuos para consolidarse como conductores absolutos de sus “gobernados”. Así, no es imposible que el designio ideológico levante en el futuro un nuevo estandarte de “mejoramiento de la sociedad” y se apodere de algún macrodinamismo social —la economía, la ciencia, la tecnología, los conflictos raciales, etc.—, o que incluso urda alguna nueva “propuesta del espíritu”, para tratar de instaurar en ciertos lugares del mundo, o en el mundo entero, dado su carácter cada vez más global, una nueva dictadura totalitaria, cuyas articulaciones operativas y consecuencias humanas son hoy por completo impredecibles.

Pero las ideologías no sólo cristalizan en totalitarismos políticos. También las encontramos a escala más reducida en diversas organizaciones humanas que pretenden sustentase en fundamentos filosóficos o en ciertos “ideales”, pero que imponen a sus miembros una obediencia absoluta a sus dictados, lo que equivale a prohibir el pensamiento.

En último término, todo modelo cerrado de la realidad y de la vida humana, que excluya la posibilidad de ser revisado críticamente y que impida a sus adeptos ejercer su facultad natural de pensar, constituye una ideología. De esta manera, toda ideología constituye un sistema de pensamiento que ha dejado de ser tal y se ha transformado en dogma. Pero los dogmas humanos son exactamente la negación de la inteligencia, cuya función esencial es descifrar por sí misma los secretos de la realidad.

* * * * *

El fenómeno ideológico levanta un natural interrogante: ¿qué es lo que induce a ciertas personas a someterse voluntariamente a esa completa confiscación de sus facultades mentales? La explicación no está en las ideologías, sino en sus propios adeptos.

Básicamente, las ideologías las adoptan individuos que han tenido una experiencia frustrada e incluso aciaga de la vida, porque creen que en ellas encontrarán un verdadero “hogar”, un refugio seguro contra las adversidades e inclemencias del mundo real. Y además de buscar ese refugio, muchas veces están impulsados por un resentimiento patológico contra los que, según ellos, son responsables o culpables de lo que les ha sucedido. Los culpables no son personas concretas —la patología del resentimiento no se contenta con eso, necesita categorías colectivas sobre las cuales descargar su rencor—, sino sectores sociales específicos, por ejemplo, los “malditos capitalistas”, los “malditos imperialistas”, los “malditos burócratas”, “los malditos políticos”, los “vendidos al sistema”, o incluso la sociedad entera.

La discriminación racial es otra proyección colectivista del resentimiento, pues lo extiende a todos los individuos de una raza —los negros, los blancos, los indios, los “amarillos”, etc.—, sin discernir la enorme diversidad de cualidades morales que existe entre los miembros de cada conglomerado étnico. Hasta el feminismo (que es también una ideología) constituye una colectivización del resentimiento (todos los hombres son machistas), y no es raro encontrar hombres que, habiendo tenido experiencias negativas con ciertas mujeres, las categorizan proyectándolas a todo el sexo femenino (todas las mujeres son falsas, estúpidas, manipuladoras, etc.).

Pero el reclutamiento ideológico se origina también en ciertas “bancarrotas” del pensamiento, entre individuos que no han logrado darse a sí mismos una visión coherente de la realidad. Es explicable entonces que busquen dicha coherencia en algún sistema de pensamiento ajeno, y sobre todo en fórmulas simples y rotundas, que supriman toda complejidad y entreguen un “paquete” de principios y normas de conducta que no exijan pensar, y que puedan convertir en programa fijo de su propia vida. Porque toda ideología constituye un amasijo más o menos articulado de simplismos mentales, que, si son transmitidos por sus líderes con suficiente potencia persuasiva, alcanzan un “poder de arrastre” capaz de deslumbrar a muchas conciencias inseguras o desvalidas, que son las que más a menudo adhieren a los postulados ideológicos.

Existen en nuestro tiempo diversos movimientos sociales, que en nombre de los derechos humanos, o de otros ideales análogos, despliegan un tenaz activismo para denunciar y combatir las corrupciones e injusticias amparadas por el orden establecido. Algunos de esos movimientos representan causas legítimas, pero otros no son más que ideologías disfrazadas bajo el pretexto de “corregir” lo que, según sus líderes, está mal en el mundo.

Por último, se da el caso de movimientos activistas que, habiéndose iniciado en auténticos objetivos de justicia y libertad, terminan controlados por cúpulas de poder que les imponen formatos inequívocamente ideológicos. Pero es un hecho comprobado hasta la saciedad que el triunfo de una ideología, en vez de mejorar las vidas humanas, termina sometiéndolas a una implacable servidumbre.

Dejarse embaucar por una ideología, por muy “nobles” que pretendan ser sus propuestas de modificar los fundamentos y estructuras del orden social o político, es siempre signo de fragilidad: existencial, intelectual o emocional. En ninguno de estos casos es posible lograr una vida mejor y más feliz.


(Extraído de: El enigma de la felicidad, Claudio Abarca, Editorial Mar de Plata. Páginas 93-100).

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