Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones (Steven Pinker).
Nuestra prehistoria y nuestra historia han sido muchísimo más violentas que la sociedad actual. Basta con leer a Homero o la Biblia, revisar los espectáculos romanos, orientales o de la América precolombina, reconsiderar el “honor caballeresco” medieval o pasar revista a cómo hemos resuelto los conflictos mirando los datos en clave no numérica sino porcentual.
Analizando a los homínidos hay que reconocer que nuestros antepasados comunes eran tremendamente violentos, tal como queda patente en los chimpancés, lo que deja sin consistencia la teoría del “buen salvaje” rousseauniana, dando más la razón a Hobbes en este aspecto. El Leviatán de la civilización parece ser el único que ha conseguido frenar el índice de muertes violentas entre los seres humanos poniendo a raya sus tres instintos agresivos (competencia-instinto de supervivencia-egoísmo material acaparador-violencia ofensiva; inseguridad-desconfianza-deseo de seguridad-violencia preventiva; y gloria-prestigio-honor-violencia defensiva).
Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre: primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria. La primera hace que los hombres invadan por ganancia; la segunda, por seguridad; y la tercera, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos, para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta o cualquier otro signo de subvaloración, sea directamente de su persona o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre (Thomas Hobbes, Leviatán).
Echando un vistazo a los datos arqueológicos y a las obras escritas, la realidad se impone: en los estados civilizados sale menos rentable la violencia que en las sociedades anárquicas y además resulta más fácil de controlar los estallidos violentos ocasionales sin causar tanto daño a las comunidades.
En cualquier acción violenta tenemos tres actores: agresor, agredido y espectador. Cada uno tiene unos intereses diferentes en el conflicto. El agredido sufre la violencia del agresor y el espectador intenta minimizar el daño propio que ese conflicto pueda causarle a él (a este intento de evitar consecuencias propias de la violencia ajena es a lo que llamamos ley).
Esto no significa que la violencia haya desaparecido en los estados civilizados. Lo que está ocurriendo es que los comportamientos violentos se han marginalizado progresivamente hacia los colectivos sociales más desfavorecidos y que menos confían en la autoridad legal para resolver sus disputas.
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