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5 jul 2022

El ocaso de la democracia...

La seducción del autoritarismo:


Supongo que muchos estaremos de acuerdo en que la política se está polarizando de tal manera que ya es muy difícil debatir con personas que piensan de manera diferente sin entrar en una confrontación abierta. Todos nos consideramos a nosotros mismos racionales, justos, científicos, buscadores sinceros de la verdad... y, poco a poco, a medida que va avanzando el debate, acabamos negando esas cualidades a los demás. 

Dudo que nos definamos personalmente como autoritarios, dogmáticos, irracionales, sesgados, impositivos, fanáticos, fascistas, demagogos, antipluralistas, extremistas... pero, ¿y si estamos entrando en una deriva autoritaria sin ser conscientes de ello? Anne Applebaum trata de explicar cómo se teje la urdimbre que asfixia a las democracias. No es algo exclusivamente de nuestro tiempo: ya en Grecia y Roma sufrieron esta seducción autoritaria y es bueno aprender de ellos para evitar colaborar apilando ladrillos que hagan fuerte el muro de la tiranía.

Las ideologías políticas tienen un componente irracional que se hace patente en las creencias de Ortega, las pulsiones freudianas o los fundamentalismos religiosos. No somos tan racionales a la hora de proponer eutopías o descartar distopías. Un grupo de ideólogos mediocres son los encargados de embarrar el terreno de juego para que los demagogos progresen. Marx ya sabía del papel que juega la superestructura ideológico-jurídico-político-social-cultural-religiosa en este partido hacia la dominación.

Paralelamente, existe otro grupo de individuos que se benefician de esta situación de enfrentamiento político no racional. Es la mejor manera (tal vez la única) que tienen de medrar en sus ansias de poder. Son tan torpes intelectualmente que solo pueden tener éxito si lo que se premia es la lealtad en lugar del talento. Los líderes autoritarios se sirven de ambos para acabar ganando. Nosotros somos los que perdemos.


A continuación tienes un par de textos seleccionados de la obra de Applebaum que espero que sirvan para la reflexión:



La naturaleza irracional del animal racional:

Hamilton fue una de las muchas figuras de la Norteamérica colonial que leyeron una y otra vez la historia de Grecia y Roma, tratando de aprender a evitar que una nueva democracia se convirtiera en una tiranía. En su vejez, John Adams se dedicó a releer a Cicerón, el estadista romano que intentó detener el deterioro de la República romana, e incluso citó frases suyas en varias cartas que escribió a Thomas Jefferson. Querían fundamentar la democracia estadounidense en el debate racional, la razón y la voluntad de negociación. Pero no se hacían ilusiones con respecto a la naturaleza humana: sabían que a veces los hombres podían sucumbir a las «pasiones», por utilizar el término, hoy algo obsoleto, que empleaban ellos; sabían que cualquier sistema político basado en la lógica y la racionalidad siempre corría el riesgo de sufrir un brote de irracionalidad.

En los tiempos modernos, sus sucesores han tratado de definir mejor esa irracionalidad y esas «pasiones», y de comprender quién podría sentirse atraído por un demagogo y por qué. Hannah Arendt, la primera teórica política que estudió el totalitarismo en profundidad, identificaba la «personalidad autoritaria» como un individuo radicalmente solitario que, «desprovisto de ningún otro vínculo social con la familia, amigos, camaradas o incluso meros conocidos, basa su percepción de tener un lugar en el mundo únicamente en su pertenencia a un movimiento, en su afiliación al partido». Theodor Adorno, miembro de una generación de intelectuales que huyó de la Alemania nazi a Estados Unidos, investigó más a fondo esta idea. Influenciado por Freud, Adorno intentó encontrar el origen de la personalidad autoritaria en la primera infancia, o quizá incluso en una homosexualidad reprimida.

Más recientemente, Karen Stenner, una economista conductual que empezó a investigar los rasgos de personalidad hace dos décadas, ha argumentado que alrededor de una tercera parte de la población de cualquier país tiene lo que ella denomina «predisposición autoritaria», un término más útil que el de «personalidad» por cuanto resulta menos rígido. Esa predisposición autoritaria, una tendencia a favor de la homogeneidad y el orden, puede estar presente en alguien sin que por fuerza se manifieste; su opuesta, la predisposición «libertaria», que favorece la diversidad y la diferencia, también puede estar silenciosamente presente. La definición de «autoritarismo» de Stenner no es de naturaleza política, y no es lo mismo que el «conservadurismo». El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la complejidad: no hay nada intrínseco «de izquierdas» o «de derechas» en ese instinto. Es meramente antipluralista; recela de las personas con ideas distintas, y es alérgico a los debates acalorados. Resulta irrelevante que quienes lo tienen deriven en última instancia su postura política del marxismo o del nacionalismo. Es una actitud mental, no un conjunto de ideas.

Pero los teóricos suelen omitir otro elemento crucial en el declive de la democracia y la forja de la autocracia. La mera existencia de personas que admiran a los demagogos o se sienten más cómodas en dictaduras no explica del todo por qué estos ganan elecciones. El dictador quiere gobernar, pero ¿cómo llega a aquella parte de la ciudadanía que siente lo mismo? El político antiliberal quiere socavar los tribunales para dotarse de más poder, pero ¿cómo persuade a los votantes para que acepten esos cambios? En la antigua Roma, César hizo que los escultores reprodujeran múltiples versiones de su imagen. Ningún autoritario contemporáneo puede triunfar sin el equivalente moderno: los escritores, intelectuales, panfletistas, blogueros, asesores de comunicación política, productores de programas de televisión y creadores de memes capaces de vender su imagen a la opinión pública. Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto. Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el descontento, canalice la ira y el miedo e imagine un futuro distinto. En otras palabras, necesitan a miembros de la élite culta e intelectual que les ayuden a librar una guerra contra el resto de la élite culta e intelectual, aunque este último grupo incluya a sus compañeros de universidad, sus colegas y sus amigos.

[…] Anticipándose a Arendt, el ensayista francés Julien Benda se centró no en las «personalidades autoritarias» como tales, sino más bien en las personas concretas que apoyaban un autoritarismo que, como él mismo podía ver, ya estaba adoptando formas tanto de izquierdas como de derechas en toda Europa. Benda describió a ideólogos tanto de extrema derecha como de extrema izquierda que pretendían fomentar ya fuera la «pasión de clase», en forma de marxismo soviético, o la «pasión nacional», en forma de fascismo, y acusó a ambos grupos de traicionar la labor esencial del intelectual, la búsqueda de la verdad, en favor de determinadas causas políticas concretas. Irónicamente, para designar a aquellos intelectuales venidos a menos utilizó la palabra clerc, un término que en francés también significa «escribiente» y, en su sentido propiamente etimológico, «clérigo». Diez años antes del Gran Terror de Stalin y seis de que Hitler llegara al poder, Benda ya temía que los escritores, periodistas y ensayistas reconvertidos en emprendedores políticos y propagandistas incitaran a civilizaciones enteras a ejecutar actos de violencia. Y, en efecto, eso sería lo que ocurriría.

En caso de producirse, la caída de la democracia liberal en nuestra época no se parecerá a lo que sucedió en las décadas de 1920 o 1930. Aun así, para que triunfe necesitará a una nueva élite, una nueva generación de clercs.



Cómo ganan los demagogos:

Monarquía, tiranía, oligarquía, democracia: todas estas formas de organizar las sociedades ya les resultaban familiares a Platón y Aristóteles hace más de dos mil años. Pero el Estado unipartidista antiliberal que hoy está presente en todas partes del mundo —piénsese en China, Venezuela o Zimbabue— no surgiría hasta 1917, cuando se desarrolló en Rusia de la mano de Lenin. En los manuales de ciencias políticas del futuro tal vez se recordará al fundador de la Unión Soviética no solo por sus ideas marxistas, sino también por ser el inventor de esta persistente forma de organización política. Es el modelo que utilizan hoy muchos de los autócratas del mundo.

A diferencia del marxismo, el Estado unipartidista antiliberal no es una filosófica política. Es un mecanismo para mantener el poder que funciona a las mil maravillas en compañía de múltiples ideologías. Y lo hace porque define con nitidez quién constituye la élite, ya sea política, cultural o financiera. En las monarquías de la Francia y Rusia prerrevolucionarias, el derecho a gobernar se asignaba a la aristocracia, que se definía por rígidos códigos de estirpe y etiqueta. En las democracias occidentales modernas, el derecho a gobernar se otorga, al menos en teoría, mediante diferentes formas de competencia: las campañas electorales y las votaciones, las pruebas meritocráticas que determinan el acceso a la enseñanza superior y la administración pública, y los mercados libres.

[…] El Estado unipartidista de Lenin se basó en otros valores distintos. Derrocó al orden aristocrático, pero no lo sustituyó por un modelo competitivo. El Estado unipartidista bolchevique no era meramente antidemocrático: era también anticompetitivo y antimeritocrático. Las plazas universitarias, los puestos relacionados con los derechos civiles o los cargos de responsabilidad en el Gobierno y la industria no se asignaban a los más trabajadores ni a los más capaces, sino a los más leales. Las personas progresaban no gracias a su aplicación o su talento, sino porque estaban dispuestas a plegarse a las normas del partido.

[…] A diferencia de una oligarquía normal, el Estado unipartidista permite la movilidad ascendente: los auténticos creyentes pueden progresar, una perspectiva que resulta especialmente atractiva para aquellos a quienes el régimen o la sociedad anterior no habían permitido ascender. Arendt ya observaba en la década de 1940 la atracción que ejercía el autoritarismo en las personas que estaban resentidas o se sentían fracasadas, cuando escribía que el Estado unipartidista del peor tipo «reemplaza de manera invariable a todos los talentos de primer orden, independientemente de sus simpatías, por necios y chiflados cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad». […] A cambio, saben que serán recompensados y promocionados.

[…]

Si uno cree, como creen actualmente muchos de mis antiguos amigos, que Polonia estará mejor si la gobiernan personas que proclaman a voz en grito cierta clase de patriotismo, personas que son leales al líder del partido, personas que resultan ser —en palabras del propio Kaczynski— un «mejor tipo de polaco», entonces un Estado unipartidista es en realidad más justo que una democracia competitiva. ¿Por qué habría que permitir que diferentes partidos compitan en igualdad de condiciones si solo uno de ellos merece gobernar? ¿Por qué se debería permitir que las empresas compitan en un mercado libre si solo algunas de ellas son leales al partido y, por lo tanto, merecen realmente la riqueza?


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Añado una pequeña reflexión de David G. Meyers sobre la polarización de grupo que puede ser útil también para la reflexión serena:

El terrorismo es la polarización de grupo llevada al extremo. Prácticamente nunca surge de manera repentina, como acto personal en solitario, sino que los impulsos terroristas aparecen más bien entre personas que se juntan por el hecho de compartir agravios. Aislados de influencias moderadoras, la interacción de grupo se convierte en un amplificador social. Internet acelera las oportunidades tanto para los pacifistas como para los neonazis, para los frikis informáticos como para los góticos, para los tramadores de conspiraciones como para los supervivientes del cáncer para influir entre ellos. Cuando se organizan en redes sociales, los gatos del mismo pelaje encuentran magnificados sus intereses compartidos, sus actitudes y sus desconfianzas.

Ergo, una explicación elegante y socialmente significativa de las observaciones diversas es sencillamente ésta:

segregación de opiniones + conversación → polarización.


«No dudéis nunca de que un pequeño grupo de ciudadanos comprometidos es capaz de cambiar el mundo; de hecho, es lo único que ha sido capaz de hacerlo». (Margaret Mead)

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