La seducción del autoritarismo:
Dudo que nos definamos personalmente como autoritarios, dogmáticos, irracionales, sesgados, impositivos, fanáticos, fascistas, demagogos, antipluralistas, extremistas... pero, ¿y si estamos entrando en una deriva autoritaria sin ser conscientes de ello? Anne Applebaum trata de explicar cómo se teje la urdimbre que asfixia a las democracias. No es algo exclusivamente de nuestro tiempo: ya en Grecia y Roma sufrieron esta seducción autoritaria y es bueno aprender de ellos para evitar colaborar apilando ladrillos que hagan fuerte el muro de la tiranía.
Las ideologías políticas tienen un componente irracional que se hace patente en las creencias de Ortega, las pulsiones freudianas o los fundamentalismos religiosos. No somos tan racionales a la hora de proponer eutopías o descartar distopías. Un grupo de ideólogos mediocres son los encargados de embarrar el terreno de juego para que los demagogos progresen. Marx ya sabía del papel que juega la superestructura ideológico-jurídico-político-social-cultural-religiosa en este partido hacia la dominación.
Paralelamente, existe otro grupo de individuos que se benefician de esta situación de enfrentamiento político no racional. Es la mejor manera (tal vez la única) que tienen de medrar en sus ansias de poder. Son tan torpes intelectualmente que solo pueden tener éxito si lo que se premia es la lealtad en lugar del talento. Los líderes autoritarios se sirven de ambos para acabar ganando. Nosotros somos los que perdemos.
A continuación tienes un par de textos seleccionados de la obra de Applebaum que espero que sirvan para la reflexión:
La naturaleza irracional del animal racional:
Hamilton fue una de las muchas figuras de la Norteamérica
colonial que leyeron una y otra vez la historia de Grecia y Roma, tratando de aprender a evitar que una nueva democracia
se convirtiera en una tiranía. En su vejez, John Adams se dedicó a releer a
Cicerón, el estadista romano que intentó detener el deterioro de la República
romana, e incluso citó frases suyas en varias cartas que escribió a Thomas
Jefferson. Querían fundamentar la democracia estadounidense en el debate
racional, la razón y la voluntad de negociación. Pero no se hacían ilusiones
con respecto a la naturaleza humana: sabían que a veces los hombres podían
sucumbir a las «pasiones», por utilizar el término, hoy algo obsoleto, que
empleaban ellos; sabían que cualquier
sistema político basado en la lógica y la racionalidad siempre corría el riesgo
de sufrir un brote de irracionalidad.
En los tiempos modernos, sus sucesores han tratado de
definir mejor esa irracionalidad y esas «pasiones», y de comprender quién
podría sentirse atraído por un demagogo y por qué. Hannah Arendt, la primera
teórica política que estudió el totalitarismo en profundidad, identificaba la
«personalidad autoritaria» como un individuo radicalmente solitario que,
«desprovisto de ningún otro vínculo social con la familia, amigos, camaradas o
incluso meros conocidos, basa su percepción de tener un lugar en el mundo
únicamente en su pertenencia a un movimiento, en su afiliación al partido».
Theodor Adorno, miembro de una generación de intelectuales que huyó de la
Alemania nazi a Estados Unidos, investigó más a fondo esta idea. Influenciado
por Freud, Adorno intentó encontrar el origen de la personalidad autoritaria en
la primera infancia, o quizá incluso en una homosexualidad reprimida.
Más recientemente, Karen Stenner, una economista conductual
que empezó a investigar los rasgos de personalidad hace dos décadas, ha
argumentado que alrededor de una tercera
parte de la población de cualquier país tiene lo que ella denomina
«predisposición autoritaria», un término más útil que el de «personalidad»
por cuanto resulta menos rígido. Esa predisposición autoritaria, una tendencia
a favor de la homogeneidad y el orden, puede estar presente en alguien sin que
por fuerza se manifieste; su opuesta, la predisposición «libertaria», que
favorece la diversidad y la diferencia, también puede estar silenciosamente
presente. La definición de «autoritarismo» de Stenner no es de naturaleza
política, y no es lo mismo que el «conservadurismo». El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no
toleran la complejidad: no hay nada intrínseco «de izquierdas» o «de derechas»
en ese instinto. Es meramente antipluralista; recela de las personas con ideas
distintas, y es alérgico a los debates acalorados. Resulta irrelevante que
quienes lo tienen deriven en última instancia su postura política del marxismo
o del nacionalismo. Es una actitud mental, no un conjunto de ideas.
Pero los teóricos suelen omitir otro elemento crucial en el
declive de la democracia y la forja de la autocracia. La mera existencia de personas que admiran a los demagogos o se
sienten más cómodas en dictaduras no explica del todo por qué estos ganan
elecciones. El dictador quiere gobernar, pero ¿cómo llega a aquella parte de la
ciudadanía que siente lo mismo? El político antiliberal quiere socavar los
tribunales para dotarse de más poder, pero ¿cómo persuade a los votantes para
que acepten esos cambios? En la antigua Roma, César hizo que los escultores
reprodujeran múltiples versiones de su imagen. Ningún autoritario contemporáneo
puede triunfar sin el equivalente moderno: los escritores, intelectuales,
panfletistas, blogueros, asesores de comunicación política, productores de
programas de televisión y creadores de memes capaces de vender su imagen a la
opinión pública. Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios
o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje
jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley
es lo correcto. Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el
descontento, canalice la ira y el miedo e imagine un futuro distinto. En otras
palabras, necesitan a miembros de la élite culta e intelectual que les ayuden a
librar una guerra contra el resto de la élite culta e intelectual, aunque
este último grupo incluya a sus compañeros de universidad, sus colegas y sus
amigos.
[…] Anticipándose a Arendt, el ensayista francés Julien
Benda se centró no en las «personalidades autoritarias» como tales, sino más
bien en las personas concretas que apoyaban un autoritarismo que, como él mismo
podía ver, ya estaba adoptando formas tanto de izquierdas como de derechas en
toda Europa. Benda describió a ideólogos
tanto de extrema derecha como de extrema izquierda que pretendían fomentar ya
fuera la «pasión de clase», en forma de marxismo soviético, o la «pasión
nacional», en forma de fascismo, y acusó a ambos grupos de traicionar la labor
esencial del intelectual, la búsqueda de la verdad, en favor de determinadas
causas políticas concretas. Irónicamente, para designar a aquellos
intelectuales venidos a menos utilizó la palabra clerc, un término que
en francés también significa «escribiente» y, en su sentido propiamente
etimológico, «clérigo». Diez años antes del Gran Terror de Stalin y seis de que
Hitler llegara al poder, Benda ya temía que los escritores, periodistas y
ensayistas reconvertidos en emprendedores políticos y propagandistas incitaran
a civilizaciones enteras a ejecutar actos de violencia. Y, en efecto, eso sería
lo que ocurriría.
Cómo ganan los demagogos:
Monarquía, tiranía, oligarquía, democracia: todas estas
formas de organizar las sociedades ya les resultaban familiares a Platón y
Aristóteles hace más de dos mil años. Pero el Estado unipartidista antiliberal
que hoy está presente en todas partes del mundo —piénsese en China, Venezuela o
Zimbabue— no surgiría hasta 1917, cuando se desarrolló en Rusia de la mano de
Lenin. En los manuales de ciencias políticas del futuro tal vez se recordará al
fundador de la Unión Soviética no solo por sus ideas marxistas, sino también
por ser el inventor de esta persistente forma de organización política. Es el
modelo que utilizan hoy muchos de los autócratas del mundo.
A diferencia del marxismo, el Estado unipartidista
antiliberal no es una filosófica política. Es un mecanismo para mantener el
poder que funciona a las mil maravillas en compañía de múltiples ideologías. Y
lo hace porque define con nitidez quién constituye la élite, ya sea política,
cultural o financiera. En las monarquías de la Francia y Rusia prerrevolucionarias,
el derecho a gobernar se asignaba a la aristocracia, que se definía por rígidos
códigos de estirpe y etiqueta. En las democracias occidentales modernas, el
derecho a gobernar se otorga, al menos en teoría, mediante diferentes formas de
competencia: las campañas electorales y las votaciones, las pruebas
meritocráticas que determinan el acceso a la enseñanza superior y la
administración pública, y los mercados libres.
[…] El Estado unipartidista de Lenin se basó en otros
valores distintos. Derrocó al orden aristocrático, pero no lo sustituyó por un
modelo competitivo. El Estado unipartidista bolchevique no era meramente
antidemocrático: era también anticompetitivo y antimeritocrático. Las plazas
universitarias, los puestos relacionados con los derechos civiles o los cargos
de responsabilidad en el Gobierno y la industria no se asignaban a los más
trabajadores ni a los más capaces, sino a los más leales. Las personas
progresaban no gracias a su aplicación o su talento, sino porque estaban
dispuestas a plegarse a las normas del partido.
[…] A diferencia de una oligarquía normal, el Estado unipartidista permite la
movilidad ascendente: los auténticos creyentes pueden progresar, una
perspectiva que resulta especialmente atractiva para aquellos a quienes el
régimen o la sociedad anterior no habían permitido ascender. Arendt ya
observaba en la década de 1940 la atracción que ejercía el autoritarismo en las
personas que estaban resentidas o se sentían fracasadas, cuando escribía que el
Estado unipartidista del peor tipo «reemplaza
de manera invariable a todos los talentos de primer orden, independientemente
de sus simpatías, por necios y chiflados cuya falta de inteligencia y
creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad». […] A cambio, saben
que serán recompensados y promocionados.
[…]
Si uno cree, como creen actualmente muchos de mis antiguos
amigos, que Polonia estará mejor si la gobiernan personas que proclaman a voz
en grito cierta clase de patriotismo, personas que son leales al líder del
partido, personas que resultan ser —en palabras del propio Kaczynski— un «mejor
tipo de polaco», entonces un Estado
unipartidista es en realidad más justo que una
democracia competitiva. ¿Por qué habría que permitir que diferentes partidos
compitan en igualdad de condiciones si solo uno de ellos merece gobernar? ¿Por
qué se debería permitir que las empresas compitan en un mercado libre si solo
algunas de ellas son leales al partido y, por lo tanto, merecen realmente la
riqueza?
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Añado una pequeña reflexión de David G. Meyers sobre la polarización de grupo que puede ser útil también para la reflexión serena:
Ergo, una explicación elegante y socialmente significativa de las observaciones diversas es sencillamente ésta:
Sigue comentando libros como estos. Todos aprendemos, Jose Luis
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