Stephen Greenblatt estudia en este libro la historia del relato bíblico de la creación de Adán y Eva, que ha marcado nuestras concepciones sobre el origen y destino de la especie humana como ningún otro texto a lo largo de la historia.
Este relato tiene su origen en Babilonia en la época del exilio del pueblo judío. Está influido por los mitos de viejas religiones mesopotámicas y persas. El cristianismo convirtió el mito en un dogma y los artistas del Renacimiento lo encarnaron a semejanza de los hombres y mujeres de su tiempo. La Ilustración se cuestionará su valor normativo y lo someterá a una crítica racional consiguiendo sustraer su esencia teológica y filosófica subyacente. Hoy nos queda pendiente la relectura del episodio para resolver, con ayuda de la ciencia, los interrogantes profundos que siguen clamando por una respuesta.
Este hilo conductor le sirve a Greenblatt para guiarnos en un fascinante recorrido por la historia de la cultura y de las creencias, desde el Enuma Elish, la epopeya de Gilgamesh, el mito de Pandora, el relato de la “Vida de Adán y Eva” descubierto en Nag Hammadi en 1945, pasando por San Agustín, por el arte renacentista, por Milton, por las dudas planteadas por autores como La Peyrère o Bayle, por la crítica racional de la Ilustración, por los descubrimientos científicos de Darwin..., hasta un presente en que, a pesar a los avances de la paleontología y de la biología evolutiva, millones de nuestros contemporáneos siguen considerándolo una verdad histórica.
Es asombroso descubrir hasta qué límites ha llegado la seducción por este pasaje bíblico. El erudito James Ussher, obispo anglicano, se puso a escudriñar en los documentos históricos, contó cuidadosamente las generaciones transcurridas basándose en las listas bíblicas de “X engendró a Y”, y calculó que el mundo fue creado la noche anterior al 23 de octubre de 4004 a. C. Y añadió que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso el lunes 10 de noviembre de ese mismo año. Aquellas fechas venían a poner los acontecimientos primordiales en su sitio.
Pero el relato, además de resolver algunas dudas, plantea también indirectamente interrogantes radicales: ¿Cómo puede ser un pecado el deseo de conocimiento? ¿Entendían los cándidos Adán y Eva el precio que iban a pagar por la transgresión? ¿Cómo soportaron la mortalidad, primero el asesinato de su hijo Abel y luego su propia muerte? ¿Contempló el Creador el espectáculo de su sufrimiento con indiferencia, con placer o quizá con una punzada de remordimiento? ¿Por qué les dotó de una libertad sin explicar primero sus instrucciones de uso? ¿Es propio de un dios benévolo prolongar el castigo generación tras generación sin dar oportunidad de rectificación? ¿A quién responsabilizamos de los males no causados ni directa ni indirectamente por el ser humano?
También suscita otras dudas razonables curiosas: ¿Dónde está geográficamente el supuesto paraíso? ¿Cómo reaccionaron los primeros humanos a su expulsión del Paraíso? ¿Llamaron a la puerta y pidieron permiso para volver a entrar en él? ¿Entendieron siquiera lo que les había ocurrido? ¿Dónde fueron y cómo se las arreglaron para sobrevivir? ¿Qué se dijeron durante los primeros meses y luego durante los años que siguieron? ¿Resistió su amor? ¿Qué dijeron a sus hijos acerca de lo que habían hecho? ¿Con quienes se casaron los descendientes de Adán y Eva? ¿De dónde procedía la mujer con la que se casó Caín si el mundo estaba todavía despoblado? ¿Qué hacía en el país de Nod la mujer de Caín? ¿Tenían Adán y Eva ombligo?
No cabe duda que, desde la antigüedad, el ser humano ha sentido fascinación por el origen del Universo, de la vida y del ser humano en particular. También sobre el mal, el pecado y la muerte. La especulación mítica y las explicaciones científicas son un acercamiento ante el sobrecogimiento que produce la propia existencia y todo lo que se deriva de ella.
"Sabemos, o creemos que sabemos, que los chimpancés, con los que estamos tan estrechamente emparentados, no especulan acerca del origen de la desobediencia de los chimpancés; que los orangutanes, aunque son enormemente inteligentes, no se rompen los cuernos reflexionando sobre por qué los orangutanes están condenados a morir; y que los bonobos, siempre tan juguetones, no se cuentan, cuando están acicalándose unos a otros, una historia acerca de cómo se aparearon el primer bonobo macho y la primera bonobo hembra. Tenemos sobrados motivos para mirar con admiración reverencial la complejidad social de las hormigas, las abejas o las avispas; nos maravillamos ante las avanzadas capacidades de comprensión lingüística de los delfines de nariz de botella; hemos desarrollado virtualmente todo un culto alrededor de los cantos de las ballenas. Pero ninguno de estos animales ha inventado, pensamos nosotros, un mito de los orígenes".Después de 1859, año de la publicación de El origen de las especies, no cabe ya la menor duda de que el propio Charles Darwin compartía las conclusiones a las que sus seguidores ya habían ido llegando a partir de la enorme masa de datos que él había recogido pacientemente y de la brillante teoría general que daba sentido a esos mismos datos.
"El Paraíso no se había perdido; nunca había existido. Los humanos no tenían sus orígenes en ese reino apacible. Nunca habían sido bendecidos con una salud y una abundancia perfectas, con una vida libre de rivalidades, de sufrimientos y de muerte. Indudablemente había habido tiempos de vacas gordas, en los que había alimentos en abundancia, pero esos tiempos nunca duraban indefinidamente, y nuestros más remotos precursores siempre habían tenido que compartir la riqueza de recursos con otras criaturas cuyas necesidades eran tan apremiantes como las suyas.
El peligro rara vez estaba ausente, y si conseguían mantener a raya a sus principales depredadores, siempre tenían que contar con la amenaza de hormigas guerreras y parásitos intestinales, de dolores de muelas, de roturas de brazos o del cáncer. Si las circunstancias eran buenas, la vida humana podía ser extraordinariamente agradable, pero nada en el inmenso paisaje estudiado por Darwin indicaba que hubiera habido nunca un tiempo o lugar mágico en el que todas nuestras necesidades fueran felizmente satisfechas. Como especie, los humanos no eran ni únicos ni habían sido creados de una vez.
Los intérpretes del Génesis, particularmente a partir de Agustín, entendieron todo ese legado como castigo, consecuencia del Pecado Original de los primeros humanos y de nuestra pérdida del Edén. Pero para Darwin no había Edén. Lo que recibimos de nuestros precursores más arcaicos no son castigos divinos, sino más bien huellas vivas de adaptaciones al mundo que hizo nuestra especie a lo largo de decenas de millares de años. De ahí que nuestra división del trabajo por sexos, nuestro gusto por el azúcar y la grasa animal, nuestro dominio del fuego y nuestra capacidad de ejercer una violencia extrema ocupen un lugar junto con nuestras sutiles habilidades sociales, nuestra capacidad de fabricar herramientas, los poderes expresivos que poseemos en materia de lenguaje y de imaginería, y que todo ello contribuyera a nuestra supervivencia en un entorno sumamente duro y peligroso.
El Génesis imaginaba que la primitiva existencia de la especie dominante había sido ordenada y fácil. Incluso el fruto prohibido resultaba, a su manera, tranquilizador, pues indicaba que el mundo tenía unas leyes y un legislador. En cambio, los abundantísimos datos reunidos por Darwin y su teoría general confirmaban la intuición pagana, según la cual nuestros primeros antepasados no disponían de una guía divina, ni tenían seguridad de que su especie fuera a resistir, ni poseían leyes dadas por Dios, ni un sentido innato del orden, la moralidad y la justicia. La vida social tal como la conocemos, una vida gobernada por una densa red de normas, acuerdos y comprensiones mutuas, no fue un logro dado sin más, sino alcanzado de forma gradual.
Y ahora nuestra generación escribe su propia parábola filosófica como explicación científica, ocultando distraídamente sus referentes mitológicos. El mundo primigenio es una construcción simbólica representada por el buen salvaje rousseauniano (un mundo idílico en el que vivíamos plácidamente gozando de los regalos de la naturaleza); o por las “bestias rubias” de Nietzsche (esas que vivían los auténticos valores de dominio: satisfacción de los deseos, insolencia, rapacidad, liberalidad, fuerza despiadada de macho alfa; sustituidas por el autosacrificio, la disciplina, el temor, la culpa y el resentimiento que trajeron la transvaloración); o por las comunidades maquiavélicas (tomado el adjetivo en el mejor de los sentidos) en las que sitúan los comportamientos naturales de las sociedades de primates (chimpancés, gorilas y bonobos), lejos de la interpretación de Hobbes que representa un estadio posterior al natural-animal propio de los homínidos.
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