Buscar en Filosofía para llevar:

6 ene 2023

El deseo interminable. Las claves emocionales de la historia... (3/4)

 

La rebeldía de la razón ilustrada.

Suele denominarse Ilustración, Lumières, Aufklärung o Enlightenment a un período histórico que se extiende durante los siglos XVII y XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania.

Llamamos Ilustración, siguiendo la definición kantiana, a la llegada de la humanidad a la mayoría de edad, a la independencia, a la rebeldía. Albert Camus definió al hombre rebelde como aquel que dice “no”. Pero, añadió, previamente ha tenido que decir “sí”. La libertad se aprende obedeciendo primero. Algo parecido creo descubrir en la historia.

Vamos a ampliar el ángulo y considerar que se trata de un múltiple y largo proceso convergente de la humanidad, que, movida por su tenaz búsqueda de la Felicidad, se ha ido acercando por diversos caminos y a diferentes velocidades a un proyecto de vida que rechaza la sumisión ciega a la autoridad en el pensamiento o en la política, que desarrolla el pensamiento crítico buscando evidencias corroboradas de la mejor manera posible, y que se empeña en encontrar soluciones cada vez más justas a los problemas sociales. Se esfuerza por denunciar la inmoralidad de las “morales tribales” y la necesidad de elaborar una “moral universal”.

Estas pulsiones acaban concretándose en una gigantesca creación humana: la afirmación de que los seres humanos están protegidos por derechos individuales previos a la obra del legislador, que aumentan sus posibilidades de acción y los protegen contra el poder. Estos derechos propios del ser humano, los reconocemos gracias a la razón y a la emoción. Pero este reconocimiento no ha sido lineal, total ni progresivo.

Por un lado, es fácil comprender que una cosa es la inteligencia y otra el uso que se haga de esa inteligencia. Una pregunta que tiene que hacerse todo interesado en estos temas es la siguiente: ¿por qué, si somos tan inteligentes, cometemos tantas estupideces?

Por otro lado, hay algunas emociones que han impulsado la lucha por la justicia. Unas son positivas, como la compasión, un sentimiento que nos hace sentirnos afectados por el dolor o el maltrato a los demás. Otras emociones, esta vez más violentas, también pueden trabajar en pro de la justicia. La primera es la indignación, una furia justa que puede desencadenarse por una ofensa que no afecta directamente a quien la siente.

Schopenhauer ya sostuvo que la experiencia de la in-juria (etimológicamente, “lo que va contra la justicia”) es previa, y la queja es el desencadenante de la justicia. Lo mismo mantiene Paul Ricoeur: “Es en la forma de queja como entramos en el campo de lo justo y de lo injusto”. La “justa cólera” era, por esta razón, una de las virtudes del gobernante medieval.

Otro sentimiento que, como respuesta, impulsa a buscar la justicia es la humillación, que deriva de la necesidad de reconocimiento. Y otra emoción violentísima y duradera es el resentimiento. Es un sentimiento cercano al odio que experimenta una persona que se considera ofendida o humillada, y que no puede vengarse ni olvidar, ni tiene ningún tipo de resarcimiento. La influencia del resentimiento en la historia ha sido colosal. Nietzsche lo consideraba el origen de la moral.

La búsqueda de la justicia.

Llamamos “justicia” a la buena solución de las pretensiones y enfrentamientos sociales. Esto supone una novedad en el orden natural, en el que se impone la fuerza.

Todas las sociedades se han enfrentado al problema de cómo resolver los enfrentamientos para mantener la cohesión social, y han establecido algo semejante a la justicia, que ha estado vinculada a conceptos como: reciprocidad, equilibrio, igualdad, orden, rectitud, equidad, paz…

El poder pacificador, armonizador y corrector de la justicia hizo que en muchas sociedades se convirtiera en la virtud por excelencia. Ser justo es ser bueno, hacer las cosas correctamente, de acuerdo con las reglas no solo jurídicas, sino también morales. El pueblo hebreo amplió todavía más este dinamismo expansivo. Consideró la justicia la virtud que nos hacía más semejantes a Dios.

La felicidad para todos.

La búsqueda de la Felicidad es —o al menos puede ser— un principio revolucionario, entre otras cosas porque alimenta el deseo de justicia, y este aparece como un contrapoder ideal. Esa potencia revolucionaria procede de la teleología expansiva de la inteligencia, de su pulsión creadora, que la lleva a conocer más y a corroborar mejor lo conocido, a proyectar, a inventar utopías, a seleccionar las mejores soluciones.

La Felicidad es una gran movilizadora. Como señaló Kelsen, “el deseo de justicia es tan elemental y se encuentra tan fuertemente enraizado en la mente humana, porque es una manifestación del deseo indestructible del hombre de su propia felicidad subjetiva”.

La libertad personal ─incluso frente al poderoso Estado─ siempre se ha considerado como algo fundamental para la propia existencia. Libertad es la capacidad personal y el espacio público que me permite desarrollar mi proyecto personal de felicidad. Esto a pesar de que muchos estudios sobre la esclavitud han mostrado que el nivel de vida de algunos esclavos era superior al de campesinos en teoría libres; y que ha habido a lo largo de la historia esclavos felices.

Aunque es muy complicado determinar el grado de felicidad de una población, la más rigurosa parece la medición de las capacidades propuestas por Amartya Sen y Martha Nussbaum, centrada en el Estado-providencia, los sistemas de seguridad social, la sanidad y la escuela pública, seguridad ciudadana, acceso a la justicia… Si la justicia promueve la felicidad pública, la injusticia causa su desdicha.

Por otra parte, la idea de felicidad pública o de bien común ha sido objeto de críticas descalificadoras, desde Kant hasta Hayek:

  • Kant creía que el objetivo de la política no era hacer felices a los ciudadanos, sino fortalecer su autonomía;
  • Hayek, que hablar del bien común llevaba a la planificación socialista y a la tiranía;
  • Otros liberales, que suponía imponer una idea de felicidad, cosa que les repugna;
  • Foucault pensaba que el ideal de felicidad del Estado conducía a la razón de Estado, que justificaba todas las tropelías, y al absolutismo.

¿Por qué hay que desconfiar del poderoso, aunque este poder sea el del Estado? Porque el poderoso no necesita apelar al derecho: lo impone. Además, el poder corrompe, sobre todo nubla la razón. “No hay que esperar que los reyes filosofen —escribió Kant— ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón”.

Los intentos de limitar el poder tenían ya una larga historia. En 1188 se había establecido un acuerdo de división de poderes en las Cortes de León; en 1192, en las Cortes Catalanas. En Inglaterra, la primera iniciativa había procedido de los nobles: en 1215 hicieron que el rey Juan firmase la Carta Magna, que limitaba los poderes reales. Apelaban para ello a sus derechos consuetudinarios. El rey debía consultar a los barones antes de subir los impuestos. Y en 1222, el rey de Hungría firma la Bula de Oro. El tema estaba en el ambiente.

Sin duda, las víctimas, o el recuerdo de sus sufrimientos, han sido un poderoso motivo para buscar la justicia. Quisiera recordar en este momento a una politóloga que no tuvo el reconocimiento que merecía: Judith N. Shklar. Su idea más conocida es que la superioridad ética de un sistema político depende de que sea capaz de evitar las crueles vulneraciones que se pueden infligir históricamente al hombre.

Edward P. Thompson, que dedicó gran parte de su obra a estudiar las rebeliones sociales. Tenía la convicción de que las rebeliones sociales motivadas por los comienzos de la industrialización no eran solo la demostración de una situación económica insoportable, sino que estaban impulsadas por expectativas morales. La utopía social se dirige ante todo a la eliminación de la miseria humana, mientras el derecho natural, ante todo, a la eliminación de la humillación humana.


No hay comentarios:

Publicar un comentario