La rebeldía
de la razón ilustrada.
Suele denominarse Ilustración, Lumières,
Aufklärung o Enlightenment a un período histórico que se extiende
durante los siglos XVII y XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania.
Llamamos Ilustración, siguiendo la
definición kantiana, a la llegada de la humanidad a la mayoría de edad, a la
independencia, a la rebeldía. Albert Camus definió al hombre rebelde como aquel
que dice “no”. Pero, añadió, previamente ha tenido que decir “sí”. La libertad
se aprende obedeciendo primero. Algo parecido creo descubrir en la historia.
Vamos a ampliar el ángulo y considerar
que se trata de un múltiple y largo proceso convergente de la humanidad, que,
movida por su tenaz búsqueda de la Felicidad, se ha ido acercando por diversos
caminos y a diferentes velocidades a un proyecto de vida que rechaza la
sumisión ciega a la autoridad en el pensamiento o en la política, que desarrolla
el pensamiento crítico buscando evidencias corroboradas de la mejor manera
posible, y que se empeña en encontrar soluciones cada vez más justas a los
problemas sociales. Se esfuerza por denunciar la inmoralidad de las “morales
tribales” y la necesidad de elaborar una “moral universal”.
Estas pulsiones acaban concretándose en
una gigantesca creación humana: la afirmación de que los seres humanos están
protegidos por derechos individuales previos a la obra del legislador, que
aumentan sus posibilidades de acción y los protegen contra el poder. Estos
derechos propios del ser humano, los reconocemos gracias a la razón y a la
emoción. Pero este reconocimiento no ha sido lineal, total ni progresivo.
Por un lado, es fácil comprender que una cosa es la inteligencia
y otra el uso que se haga de esa inteligencia. Una pregunta que tiene que
hacerse todo interesado en estos temas es la siguiente: ¿por qué, si somos tan
inteligentes, cometemos tantas estupideces?
Por otro lado, hay
algunas emociones que han impulsado la lucha por la justicia. Unas son
positivas, como la compasión, un sentimiento que nos hace sentirnos
afectados por el dolor o el maltrato a los demás. Otras emociones, esta vez más
violentas, también pueden trabajar en pro de la justicia. La primera es la
indignación, una furia justa que puede desencadenarse por una ofensa que no
afecta directamente a quien la siente.
Schopenhauer
ya sostuvo que la experiencia de la in-juria (etimológicamente, “lo que
va contra la justicia”) es previa, y la queja es el desencadenante de la
justicia. Lo mismo mantiene Paul Ricoeur: “Es en la forma de queja como
entramos en el campo de lo justo y de lo injusto”. La “justa cólera” era, por
esta razón, una de las virtudes del gobernante medieval.
Otro sentimiento que,
como respuesta, impulsa a buscar la justicia es la humillación, que
deriva de la necesidad de reconocimiento. Y otra emoción violentísima y
duradera es el resentimiento. Es un sentimiento cercano al odio que
experimenta una persona que se considera ofendida o humillada, y que no puede
vengarse ni olvidar, ni tiene ningún tipo de resarcimiento. La influencia del
resentimiento en la historia ha sido colosal. Nietzsche lo consideraba el
origen de la moral.
La búsqueda
de la justicia.
Llamamos “justicia” a la
buena solución de las pretensiones y enfrentamientos sociales. Esto supone una
novedad en el orden natural, en el que se impone la fuerza.
Todas las sociedades se
han enfrentado al problema de cómo resolver los enfrentamientos para mantener
la cohesión social, y han establecido algo semejante a la justicia, que ha
estado vinculada a conceptos como: reciprocidad, equilibrio, igualdad, orden,
rectitud, equidad, paz…
El poder pacificador,
armonizador y corrector de la justicia hizo que en muchas sociedades se
convirtiera en la virtud por excelencia. Ser justo es ser bueno, hacer las
cosas correctamente, de acuerdo con las reglas no solo jurídicas, sino también
morales. El pueblo hebreo amplió todavía más este dinamismo expansivo.
Consideró la justicia la virtud que nos hacía más semejantes a Dios.
La felicidad
para todos.
La búsqueda de la
Felicidad es —o al menos puede ser— un principio revolucionario, entre
otras cosas porque alimenta el deseo de justicia, y este aparece como un contrapoder
ideal. Esa potencia revolucionaria procede de la teleología expansiva de la
inteligencia, de su pulsión creadora, que la lleva a conocer más y a corroborar
mejor lo conocido, a proyectar, a inventar utopías, a seleccionar las mejores
soluciones.
La Felicidad es una
gran movilizadora. Como señaló
Kelsen, “el deseo de justicia es tan elemental y se encuentra tan fuertemente
enraizado en la mente humana, porque es una manifestación del deseo
indestructible del hombre de su propia felicidad subjetiva”.
La libertad personal
─incluso frente al poderoso Estado─ siempre se ha considerado como algo
fundamental para la propia existencia. Libertad es la capacidad personal y
el espacio público que me permite desarrollar mi proyecto personal de felicidad.
Esto a pesar de que muchos estudios sobre la esclavitud han mostrado que el
nivel de vida de algunos esclavos era superior al de campesinos en teoría
libres; y que ha habido a lo largo de la historia esclavos felices.
Aunque es muy complicado
determinar el grado de felicidad de una población, la más rigurosa parece la medición de las capacidades propuestas por Amartya Sen y Martha
Nussbaum, centrada en el Estado-providencia, los sistemas de seguridad
social, la sanidad y la escuela pública, seguridad ciudadana, acceso a la
justicia… Si la justicia promueve la felicidad pública, la injusticia causa su
desdicha.
Por otra parte, la idea de felicidad
pública o de bien común ha sido objeto de críticas descalificadoras,
desde Kant hasta Hayek:
- Kant creía que el objetivo de la política no era hacer felices a los ciudadanos, sino fortalecer su autonomía;
- Hayek, que hablar del bien común llevaba a la planificación socialista y a la tiranía;
- Otros liberales, que suponía imponer una idea de felicidad, cosa que les repugna;
- Foucault pensaba que el ideal de felicidad del Estado conducía a la razón de Estado, que justificaba todas las tropelías, y al absolutismo.
¿Por qué hay que desconfiar del
poderoso, aunque este poder sea el del Estado?
Porque el poderoso no necesita apelar al derecho: lo impone. Además, el poder
corrompe, sobre todo nubla la razón. “No hay que esperar que los reyes
filosofen —escribió Kant— ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que
desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de
la razón”.
Los
intentos de limitar el poder tenían ya una larga historia. En 1188 se había
establecido un acuerdo de división de poderes en las Cortes de León; en 1192,
en las Cortes Catalanas. En Inglaterra, la primera iniciativa había procedido
de los nobles: en 1215 hicieron que el rey Juan firmase la Carta Magna, que
limitaba los poderes reales. Apelaban para ello a sus derechos
consuetudinarios. El rey debía consultar a los barones antes de subir los impuestos.
Y en 1222, el rey de Hungría firma la Bula de Oro. El tema estaba en el
ambiente.
Sin duda, las víctimas,
o el recuerdo de sus sufrimientos, han sido un poderoso motivo para buscar la
justicia. Quisiera recordar en este momento a una politóloga que no tuvo el
reconocimiento que merecía: Judith N. Shklar. Su idea más conocida es que la
superioridad ética de un sistema político depende de que sea capaz de evitar
las crueles vulneraciones que se pueden infligir históricamente al hombre.
Edward P. Thompson, que
dedicó gran parte de su obra a estudiar las rebeliones sociales. Tenía la
convicción de que las rebeliones sociales motivadas por los comienzos de la
industrialización no eran solo la demostración de una situación económica
insoportable, sino que estaban impulsadas por expectativas morales. La utopía
social se dirige ante todo a la eliminación de la miseria humana, mientras el
derecho natural, ante todo, a la eliminación de la humillación humana.
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