La ley del
progreso ético de la humanidad.
Todas las sociedades han
tenido que enfrentarse a los mismos problemas, pero los han resuelto de maneras
distintas, lo que permite compararlas entre sí y aprender.
Defendemos la Ley del Progreso Ético
de la Humanidad: creemos que es verdad que, cuando las comunidades se
liberan de seis obstáculos —la pobreza extrema, la ignorancia, el dogmatismo,
la impulsividad descontrolada, el miedo al poder y la insensibilidad ante el
dolor del extraño—, convergen hacia un modelo ético que se caracteriza por el
reconocimiento de los derechos individuales, el rechazo a discriminaciones no
justificadas, la participación en el poder político, las seguridades jurídicas,
la libertad de pensamiento, la función social de la propiedad y las políticas
de ayuda al necesitado. Esta es la idea de felicidad que nació del proyecto
ilustrado.
Cada una de esas conquistas se basan en
una conquista previa, revolucionaria y pacificadora, la máxima concentración de
lo novedoso: el derecho a tener derechos. Si bien, de nada sirve reclamar
derechos si luego no somos capaces de ponernos de acuerdo en cuáles son.
En
1992, en la Convención de Viena para revisar la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, un bloque formado por países musulmanes, hinduistas,
budistas y confucianos hizo frente común para afirmar que esos derechos son
exclusivamente occidentales, y que olvidan otras grandes tradiciones que dan
más importancia a la comunidad que al individuo, a la realización de los
valores más que a la libertad, a la resignación más que al poder, a la paz más
que a la guerra, a la obediencia más que a la rebeldía. Por su parte, Tyler
Stovall ha defendido recientemente que la idea de libertad es una idea blanca.
La ciencia es la destilación de la
permanente lucha contra los errores, y la justicia es la destilación de la
permanente lucha contra la injusticia. Lo que llamamos “verdad” es un estado
suficiente de verificación. Esta es la palabra clave. Por eso es imprescindible
tanto en ciencia como en humanidades establecer criterios de verificación.
En el caso de los sistemas normativos, se
ha apelado a la experiencia del hombre justo (Aristóteles), a un judicious
spectator (Hume), a la posibilidad de universalización (Kant), a un impartial
spectator (Adam Smith), al point of view of the universe (Sigwick),
a un superjuez imaginario (Dworkin), al “diálogo en igualdad de condiciones de
todas las partes afectadas” (Habermas) y a la “posición original y el velo de
la ignorancia” (Rawls).
Una sencilla aplicación práctica consiste
en el experimento mental de decidir sobre la justicia de un hecho sin saber
cuál es mi posición: si soy esclavo o dueño de esclavos, trabajador o
empresario, rico o pobre, hombre o mujer, súbdito o ciudadano. ¿Preferiría
estar protegido jurídicamente o sometido a la arbitrariedad del poder?
¿Preferiría ser discriminado o tratado equitativamente? ¿Me gustaría que el
Estado decidiera si mi vida vale la pena de ser vivida?
* * * * *
Creo que la visión panóptica que propone
la Ciencia de la Evolución de las Culturas es un buen método para resolver esas
cuestiones. El observador de la historia es imparcial, escucha el diálogo de
muchas posiciones, tiene un punto de vista universal y puede observar el éxito
o el fracaso de las soluciones propuestas.
Consideramos acertadas, entre otras, la lucha contra la esclavitud, la lucha por la
igualdad (racial[ 1], de
género, de edad…), la lucha contra la discriminación, la lucha por la
participación en el poder y en la construcción política, la lucha por la
libertad de conciencia [2],
la lucha por el reconocimiento de las garantías procesales [3]
y la igualdad ante la ley, la función social de la propiedad privada y pública,
el reconocimiento de los logros personales…
Y consideramos posiciones equivocadas, entre otras, la reacción reaccionaria, la oposición a los
derechos, la desigualdad (basada inevitablemente en la injusticia), el
nacionalismo (entendido como derechos exclusivos), la idolatría de las culturas [4]
(espíritu nacional excluyente), la tentación tribal… ¿Por qué? Porque ya
sabemos lo que ocurre cuando se niegan los derechos subjetivos universales
previos a cualquier reconocimiento legal: el horror. El experimento nazi nos
permite tener criterios de verificación y falsación contundentes.
La corriente ilustrada, siguiendo la Ley
del Progreso Ético, desembocó en un modelo de felicidad pública basado en
la confianza en la razón y en la ciencia, la universalidad de las verdades y
los derechos, la idea de progreso, el pueblo como depositario del poder
político, la necesidad de someter todas las ideas y las instituciones al
pensamiento crítico y el rechazo a los argumentos basados en la autoridad. La
humanidad había llegado a su mayoría de edad.
Estas ideas, convergencia de distintos
movimientos de liberación intelectual, social, religiosa y política, provocaron
un poderoso movimiento en contra que ha hecho extraños compañeros de cama. Hay,
en efecto, antiilustrados de derechas y de izquierdas.
Críticos liberales, como Isaiah Berlin,
la han acusado de haber provocado las insanias del Tercer Reich de Hitler, del
Holodomor estaliniano o del Gran Salto Adelante de Mao. Adorno y Horkheimer
hablaron de una Ilustración totalitaria. Los filósofos conservadores
franceses, como Glucksmann, hacen a la filosofía racionalista, de Descartes a
Hegel y Marx, responsable de las peores catástrofes de la historia. En los
últimos decenios ha habido un movimiento contra la razón, que la ha acusado de
ser una herramienta imperialista, racista, universalista… En una palabra:
blanca.
¿Por qué los anti-ilustrados están
equivocados? Lo que condujo a los totalitarismos no fue la razón, sino el
irracionalismo; no fue la creencia en que se puede distinguir la verdad del error,
sino el desdén por la noción de verdad; no los derechos universales, sino su
negación.
Y ahora… ¿qué?
Todos los humanos actuamos buscando
nuestra “felicidad personal”, y ese deseo, con frecuencia no explícito porque
forma parte de la misma estructura de la acción, nos impulsa a trascender el
ámbito íntimo para buscar la felicidad política o pública, que es condición de
posibilidad de la privada. La
felicidad es el propio camino de conseguirla. La felicidad es un estado
sentimental y serán buenos los sentimientos agradables, y malos los
desagradables. El Estado no tiene que ser el suministrador de satisfacciones,
no es una máquina expendedora de felicidad. La razón es que rompería el
dinamismo de la búsqueda de la Felicidad. El ciudadano podría ser víctima del
síndrome de pereza aprendida. La felicidad es un asunto personal y cada uno
tiene que luchar por construírsela. Esa lucha es a la vez medio y fin.
[1] El aspecto fundamental
del racismo es el odio. El odio es una emoción estrictamente humana, que deriva
de otra que compartimos con los animales: la furia. Odiamos lo que nos amenaza, lo que nos ha ofendido
o ha atentado contra nuestra identidad, lo que provoca envidia, la impotencia,
la venganza no satisfecha, el amor no correspondido…, pero en este momento me
interesa solo el odio político o social a una raza, a una religión o a un
color. El odio a los judíos es un ejemplo paradigmático de la construcción del
“objeto a odiar”.
[2] Conviene recordar que el
derecho a la libertad de conciencia lo han pedido siempre quienes se
encontraban en peligro por sus ideas. Sin embargo, con una monótona frecuencia
se olvidan de esa petición si llegan al poder.
[3] La arbitrariedad del poder
ha sido ─y sigue siendo─ siempre una amenaza.
[4] A través del culto a la identidad, del rechazo de la razón, de la
negación de la posibilidad de una verdad universal, el pensamiento posmoderno
ha caído en la tentación tribal, lo que lo convierte, a pesar de sus estilos
rompedores, en pensamiento reaccionario. Hace más de treinta años que lo
anunció Maffesoli y, recientemente, Jonathan Haidt, Greg Lukianoff y Douglas
Murray han confirmado el rechazo del pensamiento crítico en las universidades
americanas. El rechazo a las verdades universales produce extraños compañeros
de cama. Hannah Arendt, en Orígenes del totalitarismo, señala que “el
sujeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el
comunista fervoroso, sino la gente para la que la distinción entre realidad y
ficción, entre verdadero y falso, no existe”. Lo mismo piensa David Colon,
y señala que la negación de la verdad puede considerarse la manifestación de un
nuevo “prefascismo”. La insistencia en el nacionalismo, en las identidades, la
negación de la universalidad, es incompatible con la idea de los derechos
humanos.
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